jueves, 24 de octubre de 2013

El café


 

 




Hoy me he levantado temprano, como siempre. Ya tengo un resorte en la columna, que se yergue en el momento que escucho el primer pitido del despertador. No remoloneo en la cama, ni me enrosco en mi misma, no recreo mi vista durante unos minutos, intentado buscar los primeros rayos de sol que entran por la ventana. Ni siquiera sonrío, soy como un robot programado. Voy dando tumbos al cuarto de baño; por el camino choco con la mesilla, doy patadas a las zapatillas, porque generalmente mi marido las deja desperdigadas por la habitación. Intento llegar antes que el gato al lavabo, porque él está más programado que yo y, un minuto antes de que me levante, ya se encuentra en él bebiendo agua a chorro. No sé como, pero ha aprendido a abrirlo y prefiere beber del grifo que usar su escudillo. A veces nos peleamos, lo empujo y intento despegar mis párpados con el agua fresca de la mañana, pero él no se mueve, incluso a veces me pega (porque no me araña, que es muy bueno) con la pata abierta, para que me quite. Otras veces, el muy jodido, ni siquiera bebe, tan sólo se limita a observar como cae la cascada de agua limpia y transparente.Después de esta lucha, llego a la cocina y hago un café. Soy hipertensa pero no me importa, lo necesito, es la gasolina que me hace moverme durante el día. Me gusta su olor, disfruto cuando abro la cafetera, incluso con el clip de la caja de metal que deja escapar el primer aroma, con su taza de café bien dibujada, que no deja lugar a dudas de lo que contiene.Y como no, una tostada de pan con buen aceite de oliva.  Es mi comida favorita, el desayuno. Aquí sí me gusta recrearme, en cada bocado y cada sorbo, acompañado de la pastillita blanca, que hace que mi corazón no lata más deprisa de lo que debe. No sé lo que haría sin el café. A veces, incluso cuando ya he desayunado y me encuentro en la calle por algún recado, me entran unas ganas irrefrenables de entrar en una cafetería y deleitarme con una taza de buen café recién hecho. Pero no entro en una cualquiera, me gusta ir a las que están bien decoradas, elegantes pero confortables, con sus mesas de mármol y comensales que disfruten de un buen desayuno, como me gusta a mí.
Todo esto es un sueño para mí, ya que mi cuerpo no lo podría resistir. Aunque tengo que confesar que, a veces, lo he hecho. Después, claro está, he tenido que tomarte dos Valerianas seguidas, para amortiguar el inminente ataque de nervios que me puede entrar.
Y es que esto, lo de ser hipertensa, es un “coñazo”. Primero, porque te quitan lo que más te gusta y , segundo, por el estado de nervios al que me veo avocada por mi gran dependencia a la cafeína. A esto se une que soy hipocondriaca, por lo que lo agravo con pensamientos oscuros sobre el fin de mi vida y ataques cardiacos que nunca se producen. Siempre acabo prometiendo que lo respetaré, no beberé café y me pondré a dieta. No quiero morir joven.
Pero luego, cuando todo ha pasado y las manos han dejado de sudar y temblar a causa de la histeria, vuelvo a caer.Y es que no hay mayor placer,  en una tarde de lluvia, que sentarse a tomar una buena taza de café, mientras ves como el agua resbala por los cristales y las nubes negras cubren el cielo. Porque no hay nada mejor para un cafetero, que los días de lluvia. Supongo que somos nostálgicos y ensoñadores, amantes de la recreación en los fenómenos atmosféricos y las charlas intranscendentes. A veces, incluso, sigo con la taza cogida entre las manos, aunque ya esté vacía, sintiendo su aroma y calor. Y si mi gato está acurrucado en mi regazo, ya estoy en el cielo.
Porque no sé estar en una reunión si no es con un café ante mí. Aunque no es lo mismo si lo tomo yo sola. Me gusta que mis amigos sean también cafeteros y que disfruten mientras lo hago y lo sirvo. Que estén conmigo en la cocina y me ayuden a elegir las tazas. Porque éste es otro tema, la taza es muy importante, su diseño y color. Su textura y tamaño. Yo soy muy ñoña y me gustan las clásicas, con florecitas de color rosa, púrpura, salmón o celeste.
Después está el azucarero, que también tiene que ir a juego. No entiendo los que tienen el azúcar en un tarro gigante de cristal o acero. No tiene sentido. Y te lo ponen en la mesa, como si nada, desafiantes, sin escrúpulos; es como escupir a todo el ritual que supone el tomar esta bebida tan preciada. Si vais a casa de alguien que los sirve así, tener claro que no le gusta el café y que no lo hará bien.El café recién hecho, para mi gusto, debe de ser negro, oscuro como el azabache, con cuerpo y aroma. La leche debe estar caliente, con cierta espuma, no demasiada porque si no separa ambos líquidos, y no debe aguarlo en ningún momento. ¡En fin!, es que el café es un ritual. Los japoneses tienen el del té, nosotros el del café, aunque ya se va perdiendo; con el ajetreo de la vida moderna lo hemos olvidado.
Recuerdo mi primer contacto con él, tendría unos cinco o seis años. Mis abuelos, amantes de esta bebida hasta que murieron, molían ellos mismos las pipas (antes no se vendía molido), en un molinillo con cajón que aun conservo. Un día me dejaron molerlo, con mucho cuidado, porque el café era caro y no podíamos desperdiciar ni una pipa.

 
-Tienes que dejarlo en una textura suave, sin que sea demasiado fina, porque el filtro no la retendría, ni demasiado gruesa, porque perdería cuerpo.

 
Y yo, embelesada, miraba desde mi corta estatura, a través del “culo” de los vasos de cristal transparente, esa bebida negra azabache y plateada, brillante. Me convertí en adicta a él sin tomarlo. Un día, ante mi insistencia, me dieron una pipa, esperando que su amargor me hiciera desistir, pero ha sido el único producto amargo con el que he disfrutado. La saboreé, la mastiqué y la tragué.
No me permitieron, sin embargo, beberlo hasta que no cumplí los 18 años.Claro que ahí me tomé la revancha y comencé a tomarlo a todas horas, incluso antes de acostarme, sin importarme el insomnio ni las visitas al cuarto de baño.
En fin, que no puedo vivir sin él; pero tiene que ser del bueno, como decía mi abuela, nada de descafeinado, del que sólo los que no son cafeteros, suelen decir que sabe igual, pero nada de eso.
Y así comienzo la mañana, en mi sillón de mimbre, con una taza de color azul pálido humeando, dando pequeños sorbos, disfrutando y evitando que se acabe ese momento, con mi gato en el regazo, mirando como van los niños al cole y como pasa la vida delante de mi gran ventanal. Diseñando proyectos inacabados y sueños que algún día cumpliré.
Es el mayor placer del día, lo que venga después, Dios dirá, como murmura mi madre.





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EL GIMNASIO




Andar, correr, sentarme, levantarme, moverme; esto es lo que echo de menos desde hace 15 días que me caí. Intentaba ponerme en forma en una de las clases de zumba, que me habían indicado hacía maravillas con la silueta. No duré ni un minuto, porque la rodilla se quebró y terminé como un saco roto en el suelo.
Aún así, me puse de pié y tardé en ir al médico una semana. Esperaba que fuera un simple dolor muscular. Pero no, terminé cojeando y arrastrando la pierna por todo el pueblo.
No me puedo estar quieta y me mortificaba el que me dijeran que tenía lo que posteriormente tuve. Pensaba que era sólo el menisco, pero al parecer tenía la rodilla como si hubieran saltado sobre ella.
¡Qué coraje me invadió! Si es que soy como las burras, sólo sirvo para montarme en la cinta, donde voy en linea recta mientras contemplo los paisajes de la tele. Ya he intentado hacer otras disciplinas y todas las he comenzado con mucha ilusión:
 Aerobic, sólo fui dos días. Todas bailaban y seguían la coreografía a la perfección. Da igual la edad que tuvieran, cogían los pasos en seguida. Si ellas iban a la derecha, yo a la izquierda. Si había que subir la pierna, yo la bajaba. No me sentía integrada, aquello no era para mí.
Mi marido, que practica Yoga, me invitó a ir a una de sus clases. Dice que soy muy nerviosa y que me ayudarían a equilibrarme. Sólo he ido a una. De tanta meditación me ponía más nerviosa todavía y venían a mi mente pensamientos negativos. Decidí no ir más.
Y la historia de la famosa zumba, que puede hacer que tus caderas se moldeen y tu figura se estilice. Sólo duré dos minutos, dos exactamente. No creo que vuelva a ir.
Lo primero que pensé es que no tengo armonía, no sé bailar y no entiendo la música, por eso me equivoco siempre en los pasos. Sólo sirvo para andar en línea recta, donde no tenga que experimentar con giros bruscos y seguir un ritmo. Soy como los burritos, con los ojos tapados que siguen el camino recto que les manda su amo.
Pero me encanta ir al gimnasio, me gusta ver como los demás se ponen en forma y se esfuerzan; me gusta el ambiente deportista que se respira. Por una parte están los que van todos los días y se esfuerzan al máximo, hasta el punto de creer que forman parte de él, como el mobiliario, porque te los encuentras a todas horas. Después están las personas que van cuando pueden, ni gordas ni flacas, pero que se mantienen en forma. Y yo formo parte de las últimas, las que van cuando se acuerdan, sólo utilizan dos máquinas y se cansan enseguida. Que terminan sentadas en el banco a los 15 minutos viendo como los demás hacen sus estiramientos, mientras tú ya no puedes más con tus músculos porque has estado unos minutos, que han parecido horas. Hasta te falta tanto el aliento.
Pero me he hecho una promesa y volveré, para tomármelo en serio esta vez. Compraré ropa adecuada que me haga sentir bien ( no me gustan nada los chandals) y me animaré a mí misma, porque puedo y conseguiré llegar a algo más de minutos. Después de todo, tengo que esculpir un cuerpo que, según mi ginecólogo, perderá su forma con la menopausia.



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miércoles, 23 de octubre de 2013

EL GINECÓLOGO


Este es un tema aparte que debo comentar. Con mi operación todo salió perfecto. Me desprendí de lo que me hacía daño, pero provocó una menopausia prematura, de la que mucho me habían hablado y también asustado, sobretodo mi ginecólogo.
Ya en mi primera visita, después de la operación, me avisó de lo que podía venir. Yo estaba muy contenta porque los dolores habían desaparecido y, la verdad, me encontraba fenomenal, llena de vitalidad.
Allí estaba, agarrada a mi bolso, sentada en el filo de la silla, mirando a aquel hombre extraño que más que aconsejarme, parecía acusarme.
Le dije lo bien que me encontraba, pero él insistía en lo que iba a pasarme:
Engordarás, tendrás sofocos, se caerá el pelo, te saldrá vello donde antes no tenías, la piel se volverá seca, échate mucha crema hidratante “por todas partes”; tus partes íntimas también se resentirán, porque si no tienes relaciones habitualmente, se atrofiarán.  También me informó de la posible osteoporosis. Y para colmo: se te caerán los pechos. Todo ello acompañado de grandes aspavientos con las manos.
Yo, que estaba tan contenta, salí con los ojos como platos, sin dar crédito a lo que me había dicho. Me veía como un posible ser deforme que daría miedo. Me fui al súper y compré varias clases de cremas hidratantes, depilatorio a la cera para todas las partes del cuerpo, ampollas y champú anticaída y, de paso, un tinte para cambiar un poco de look.
Fue aquí cuando decidí apuntarme al gimnasio, en el cual me he caído y por lo que terminaré con un culo de panadera por estar tanto tiempo sentada y sin poder moverme.
Me miró al espejo todos los días y me veo guapa, la figura sigue en su sitio y los pechos también. No se me ha caído el pelo ni tengo más vello.
Ahora pienso si, quizás, aquel médico estaba enfadado por haber tomado la decisión de operarme. Después de todo, ya no me iba a ser útil y perdería una clienta.
No me avergüenzo de mi operación, porque me devolvió la vida que ya no tenía.
Los ovarios no me hacían más mujer, en mi caso me incapacitaron para serlo plenamente. Ahora lo soy. Estoy perfecta y me siento libre.


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