lunes, 4 de noviembre de 2013

La mujer perfecta


 



 Somos grandes, hermosas, decididas. No tenemos prejuicios, pero sí orgullo. Estamos seguras de lo que deseamos y queremos. No nos importa el tamaño, porque todo es relativo. Nuestra presencia confunde. No miramos desde abajo sino desde arriba, por eso nos consideramos diosas de otro mundo, sin nada que perder por darlo todo.

 

  ¿Medidas? A quién le importa. Nunca me he pesado ni tampoco medido. Lo único que vale es lo que vemos en el espejo cada mañana. El brillo de los ojos, las curvas en las caderas, los pechos voluptuosos.

 

 Yo formo parte de una casta diferente, mujeres sin complejos que no buscan nada pero que hacen lo que les apetece. Mujeres diez con medidas imposibles, portadoras de tallas especiales XXL, que no entran dentro del prototipo que  nos venden en la televisión y revistas de moda.

 Somos una patrulla interesante, atractivas, rubias, morenas o castañas. Nuestro trabajo es libre y nuestro jefe nos lo permite todo, dentro de ciertos límites.

  Nuestros clientes no nos reconocen pero nos buscan. A estas alturas ya sabrán a que me dedico. Soy especial, mi precio es muy alto y vale la pena.

  Llevo cuatro años dedicada a esto y todo fue por casualidad.

 

  Nací en Noviembre de un año muy lluvioso. No me esperaban hasta un mes más tarde, pero tenía prisa por salir. Los dolores fueron insoportables, aunque mi madre ya había parido cinco veces e intentó tenerme de forma natural, sin anestesia ni nada que le impidiera sentirme, tuvo que ser sedada. Me contaba que los médicos estaban escuchando un partido de fútbol por la radio y que no le hicieron mucho caso, hasta que un grito suyo hizo estallar las bombillas de la sala e incluso la luz se fue durante unos segundos.

 Corrieron a ver que pasaba y ante el asombro de ver que , aunque estaba lo suficientemente dilatada, yo no podía salir, optaron por hacer la cesárea.

 Cuando mi madre me vio, no pudo creer que ella y su marido hubieran engendrado a semejante criatura. Diez kilos de peso, una bola de carne sonrosada que demandó comida desde el primer momento.

 Vinieron incluso del periódico del pueblo, porque nunca había pasado nada semejante.  Todavía conservo el recorte con la foto.

 Mis padres me contaban que fue todo muy bonito, porque el Ayuntamiento y los vecinos les hicieron muchos regalos. El pueblo era pequeño y un niño era siempre bien recibido, pero si atraía a los medios de comunicación, aún más.

 Como era la más pequeña, fui una niña mimada durante los primeros tres años. Siempre tenía que llevar ropa tres o cuatro tallas más grande, y mis hermanos me defendían de las burlas de sus amigos, de las que me enteré hasta cuando fui por primera vez a clase a los cuatro años.

 Aun éramos bebés, pero las personas que son crueles, lo suelen ser desde pequeñas, aunque algunos cambian cuando crecen y conocen. Otros, sin embargo, no evolucionan y siguen mirando a otro lado,  pero pagando por mis servicios.  Estos nunca serán mis amigos, pero algunos son clientes y eso me ha convertido en confidente.

 

 A los diez años tuve mi primer novio, yo pesaba 75 kilos y él me llegaba por el hombro. Era nuevo en el pueblo y siempre iba vestido con pajarita. Sus ojos me engancharon desde el primer momento, eran de un negro profundo. De mí le gustó mi desparpajo y mi boca, decía que era como besar un melocotón suave y sonrosado.  El amor fue muy inocente con algún beso a escondidas. Sólo hablábamos de nuestros deseos y de nuestros padres, que no conocían nuestra amistad porque no se lo hubieran tomado demasiado bien. Los míos, siempre pensaban en el daño que me podían hacer; los suyos, en los ridículos que debíamos parecer.

 

 Esta amistad duró cuatro años y se rompió el día que supe que iba a presentarles la primera novia; ¿novia?- pensé- ¿no era yo acaso la novia?, me enfadé tanto que estuve sin hablarle dos meses. Él intentó contactar conmigo pero yo le rehuía.

 

Un día me mandó una nota y opté por ir, tan sólo para cantarle cuatro verdades, en el olivar que había a las afueras del pueblo, cerca de la Fuente de Los Ángeles. Él tan sólo se excusaba, me decía que me quería y que me necesitaba, pero que no soportaba las burlas, y que sus padres no habían parado de presionarle para que saliera con la hija de unos amigos.

 Por aquella época yo tenía un pelo rojizo y ondulado, precioso, que aún conservo, y unos ojos azules que tirarían a cualquiera. Pero mi cuerpo no me acompañaba y la ropa que mi madre me compraba no me ayudaba. Sin embargo, a él le gustaba. Me besó como nunca lo había hecho, sus manos me acariciaron y tuve mi primera relación sexual. Éramos dos adolescentes, él confuso pero yo decidida. Después de aquel encuentro hubo muchos más, siempre a escondidas y sin que nadie pudiera sospechar de nuestra relación. Me decía que estar conmigo era como estar con una diosa, que siempre le sabía a poco y que cuando estaba con su novia le parecía que era una muñeca de papel, sin nada que abrazar, sin recodos suaves que descubrir.

 

  Fui consciente de mi poder desde entonces. Era una adolescente objeto de deseo y eso me gustaba.

 No sé si fue el brillo de mi mirada, esa energía que desprendía mi lívido satisfecho y la luz que emanaba de mi piel, pero los chicos comenzaron a fijarse en mí.

 Tenía 16 años y fue la primera vez que me amaron y que yo amé mi cuerpo. Lo veía hermoso, delicado, sensible y fuerte. No quería seguir escondiéndome dentro de ropa diseñada para chicos que ocultaba mis formas. ¡Por Dios!, si tan siquiera se notaba el pecho y eso que tenía una noventa y cinco.

 Convencí a mis padres y fuimos a la capital. Era la primera vez que iba de compras y que me dejaban decidir. Mi madre se llevó un fajo de billetes que guardaba entre la ropa interior para situaciones de emergencia y yo era una de ellas.

 

 Papá no estaba de acuerdo, pero se resignó. El día fue inolvidable, recorrimos tiendas y comimos en un restaurante a la carta.

 Dejé atrás la ropa oscura que me había caracterizado y opté por los colores vivos, como el verde o el rojo.

 Encontramos vestidos que se ajustaban a mi cuerpo como una segunda piel. Fuimos a establecimientos de tallas especiales, donde me asesoraron para mejorar mi imagen.

 Entre aquellas mujeres de curvas pronunciadas me encontraba feliz. Eran como yo y junto a ellas no me sentía extraña, todo era familiar.

 Los espejos me empequeñecían; me veía reducida al lado de aquellos cuerpos que ganaban en voluptuosidad. Mi madre, de estatura mediana y complexión delgada, desapareció en la tienda, sentada en una silla de cuero rojo, mientras yo reía y consultaba a mis nuevas amigas. Ella supo enseguida que yo no era su hija. Sí, quizás me hubiera parido, pero no era suya, ni de mi padre, ni de mis hermanos. Era un ser venido de algún lugar que, por casualidad, había caída en su familia, como una lotería que le había tocado, el gordo, precisamente….pero era feliz, dichosa al verme tan desenvuelta, sin complejos. No, no era una persona enferma, era diferente. Era especial.

Ella supo, desde ese momento, que hiciera lo que hiciera, triunfaría. Yo la observaba, de vez en cuando, entre probador y probador, y veía su amor, su tranquilidad. Ya no tendría que luchar más por mí, ni preocuparse. No era yo la que no encajaba, eran ellos, el resto, los que no encajaban en mí. Y por eso la quise y la seguiré queriendo.

 

 Volvimos al pueblo con vestuario nuevo y deseando exhibirlo todo. Estaba tan nerviosa, que no pude dormir en dos noches, a pesar de las tilas que mi madre me preparaba.  Soñaba con todos los colores que ahora formaban mi ropero: rojo, verde, azul y blanco. Anhelaba estrenar los tacones de charol el primer día de Semana Santa. Cuando todo el mundo hubiera salido de misa, yo me pasearía delante de ellos, con mi melena al viento y mis carnes rosadas, sin esconder nada, con el vestido de encaje nuevo con escote. Entonces él me vería y, quizás, añoraría lo que ha perdido.

 

 No me resultó fácil esperar tres semanas antes de poder ponerme mi primera ropa nueva. Mi madre, conservadora hasta la saciedad, no consideraba oportuno que la estrenara antes de las fiestas. Así que tuve que conformarme con los pantalones anchos y polos masculinos talla especial. Durante ese tiempo sólo me quedaba soñar despierta con todas las admiraciones que iba a provocar. Cuando veía pasar a mi amor, lo añoraba. Él me miraba con ojos tiernos, mientras sus manos iban de la mano de su novia. Sé que me quería, pero no lo suficiente para enfrentarse a lo que pensaran sus padres.

 

  Por fin llegó el día señalado, un domingo de Abril, domingo de Ramos. Me levanté temprano, todavía no había amanecido y mi familia dormía. Limpié los platos del día anterior, puse la lavadora y la colgué, después me duché e hice café. Cuando mi madre se levantó, me descubrió en la cocina, leyendo mi novela favorita, con olor a tostadas y mermelada.

--Sí que estas nerviosa-exclamó-,¡si sólo es ropa!

 

Yo sonreí, estaba demasiado contenta para enfadarme. Las dos charlamos animadamente, mientras tomábamos café y hacíamos tiempo para mi transformación.

 

 Ya sabía que vestido elegiría para ese primer día, el azul con escote en v. Quería dejarlos impresionados. Me perfumé el cabello, por primera vez, y me puse tacones de cinco centímetros. Cuando mi padre me vio sólo exclamó; ¡imponente! Y así es como yo también me veía.

 

 Nunca había ido a misa. Mi madre era religiosa, pero mi padre era ateo, y nunca nos obligaron a seguir ninguna creencia, aunque siempre me habían hecho rezar antes de acostarme. Sin embargo, ese día, había decidido ir, porque la mayor parte del pueblo estaría allí, y también mi amor. Quería que me viera entrar, esperaría a que la misa hubiera empezado. Quería que las puertas chirriaran al abrirlas, que mi taconeo se oyera en todo el edificio y que todos se volvieran a mirarme. Quería que cuchichearan mientras me pavoneaba entre los pasillos, buscando algún hueco en el que sentarme.

 

Quería sentirme admirada y llamar la atención, pero no esperaba hacerlo tanto como lo hice. Nada salió como yo pensaba. Para empezar, porque mi amor no estaba, se había marchado con su familia a visitar a un familiar enfermo. En la Iglesia sólo había unas veinte personas, todas vestidas estrictamente de negro, que acompañaban a una mujer enjuta que sollozaba sin parar. Era un funeral.  Creí morirme cuando entré como un huracán, abriendo con todas mis fuerzas el portón, que chocó con el pilar( no calculé bien). Por un momento, la viuda dejó de llorar. Yo desaparecí como había entrado y con la vergüenza azotándome el trasero.

 

Volví a casa como un rayo. Mis padres, que me vieron llegar tan azorada, me persiguieron escaleras arriba. Me encerré en mi habitación, me quité el vestido y me puse mi chándal XXL. El sueño de sorprender sólo estaba en mi mente. Pensaba que mi imagen impactaría. Era una ilusa de 16 años, con una imaginación desbordante; una soñadora sin remedio.  Yo sólo quería que Pedro me viera, me deseara y anhelara estar conmigo.

 

No lo vi hasta transcurridos tres días, que había pasado encerrada en casa. Era Jueves Santo y entonces, decidí salir a buscarlo. No me andaría con rodeos, iría a su casa y le diría lo que sentía. No quería más jueguecitos de mujercita débil. Iba en contra de mi naturaleza, porque yo era fuerte, muy fuerte.

 

Volví a ponerme el vestido azul y los tacones. Dejé caer mis rizos sobre los hombros y me presenté en su casa. Crucé las dos calles que nos separaban como un huracán, sin percatarme del remolino que estaba levantando a mi alrededor. Llamé sin pensármelo dos veces, porque sino hubiera sido así, me hubiera arrepentido y la prudencia se hubiera apoderado de mí. Pero la mezcla de hormonas e inconsciencia hicieron que actuara. En cuanto abrieron la puerta sabían a lo que iba. Empujé a su madre, que intentaba impedirme la entrada, y encontré a toda la familia reunida en el salón, incluida la de la novia, pequeña y sosa, como él. Le dije lo cerdo que había sido, como me había utilizado, lo mal que me había sentido. Ya no podía parar, era un torbellino de emociones encontradas: desdicha, ira, placer, felicidad. É l no reaccionó, aunque no apartaba sus ojos de mí, abiertos como platos, absorto ante tal espectáculo. La pobre novia lloraba, los padres de ella trataban de consolarla y su madre me cogió del pelo tan fuerte como pudo ( le sacaba 20 cm) y consiguió echarme arrastras de la casa, mientras me tachaba de loca, desquiciada y buscona.

 

Después de aquello, tendría que abandonar el pueblo, pero me iría con la cabeza muy alta.

 

El escándalo fue mayúsculo. Mis padres intentaron defenderme de todas las acusaciones, cuando iban a la tienda, al trabajo o a pasear. Pero yo era la perdida, la chica que no había sabido mantener su virginidad. La fresca que había corrompido al pobre Pedro.

 

En el instituto recibía las burlas de mis compañeros pero permanecí impasible. Me centré en terminar el curso, sin hablar con nadie, llena de rabia, pero no de vergüenza. Porque me sentía muy bien por lo que había hecho. Pero sabía que el pueblo era así, prejuicios enardecidos por mentes aburridas.

 

En Junio estaba todo decidido. Mamá habló con su hermana Rosa, que vivía en la ciudad, y, entre todos, decidieron que lo mejor sería que fuera a vivir a su casa.  Terminaría los estudios y estaría fuera de la vista del pueblo, donde olvidarían el incidente.

 

Para mí fue una liberalización. Pasé de soñar con Pedro, a soñar con la vida que una gran ciudad me podía ofrecer. Quizás conociera a alguien que me valoraría más de lo que lo habían hecho los chicos de aquel lugar.

 

El 20 de Junio salí de allí. No volvería nunca más, me prometí a mí misma. Pedro no me dirigió la palabra desde el acontecimiento y no esperaba menos.

Tres días antes ya tenía hechas las maletas. Sólo lleve la ropa nueva. Para una nueva vida, era lo que necesitaba. No me escondería más.

 

El día de mi despedida, el sol martilleaba nuestras cabezas como si fuera a perforarnos. Mis padres y mis hermanos iban en silencio, yo también. Estaba expectante, pero también triste. Nos abrazamos y lloramos. Pero en cuanto subí al autobús y dejamos atrás el paisaje dorado de los campos para adentrarnos en los grises de las ciudades, con su movimiento y sus gentes variopintas; la melancolía dio paso a la sorpresa y comencé a olvidar.

 

Seiscientos kilómetros al norte, fueron suficientes para que la nostalgia quedara atrás. Cuando el autobús aparcó en la estación y vi a mis tíos esperándome, con sus caritas asustadas, supe la opinión que se habían hecho de mí y lo que mis padres le habían dicho. Supongo que era como un junco que había que enderezar. Mi tía, que a diferencia de mi madre, era alta y espigada, me abrazó con cariño; pero mi tío no me dirigió ningún saludo. Se limitó a coger mi maleta. Nosotras lo seguimos. Mi tía Rosa no dejaba de darme besos y fuimos hasta el coche cogidas de la cintura, como dos colegialas. Su pelo corto y grandes pendientes me llamaron la atención. Era moderna y me asombró, porque yo esperaba una mujer anticuada, su edad se lo permitía. Era mayor que mi madre, rondaría los 55. Ella me aclaró que la modernidad no tiene edad, que no tenía prejuicios, y que vestía como le daba en gana.

 

Durante el camino a su casa, no paró de preguntarme lo que había pasado. Me hacía repetir los detalles. Quería elaborar sus propias conjeturas, sin contaminarse por todos los comentarios que le habían llegado. Porque, aunque mis padres me adoraban, no habían sido demasiado objetivos, ya que sus críticas hacía mí fueron mayores que sus alabanzas. Esto me dolió, durante mucho tiempo. Mi tía tenía el defecto de decir siempre la verdad y también lo que pensaba. Eso provocaría que su marido la dejara, sólo tres días después de llegar yo. Ya estaba previsto, pero decidieron esperar a que me acomodara. Ella lloró durante un día, no se levantó de la cama en tres, pero al cuarto estaba en la cocina haciendo un rico café y tortitas con nata. Durante esos tres días de encierro, yo tampoco salí de casa, estaba preocupada por ella.

 

El piso, un cuarto sin ascensor, era pequeño y coqueto. Decorado en colores suaves y con muebles diversos, había mezclado antigüedades con objetos de lo más modernos. Una variedad que no pasaba desapercibida.

 

Cuando mi tía despertó de su duelo, yo había tenido tiempo de organizar mi cuarto y colgar unos cuantos póster de mis cantantes favoritos, “Negra Identidad” y “El lado oscuro”. Había sobrevivido comiendo pasta y fruta.

 

El día que volvió a ser ella misma, la casa se iluminó de nuevo. Tenía muchos proyectos para mí y estaba ilusionada con mi nuevo futuro. Yo la observaba, como iba de un lado a otro, limpiando, organizando y, mientras, ejerciendo sus poderes de vidente con lo que me esperaba. Lo sabía, me había sustituido por mi tío. Nunca más volvió a hablar de él.  Fue como si nunca hubiera existido.

 

Salimos a patear la ciudad y me invitó a mi primera cerveza. Yo tenía 17 años. Consiguió un trabajo para mí, a media jornada, en una tienda de alimentación.

 

La primera semana estuvo bien, porque todo era nuevo; pero a partir de ahí, todo fue aburrimiento. Mi único compañero era el dueño, un octogenario con la cabeza muy bien puesta pero con la lentitud de una tortuga. Pasaba el día comiendo pipas y riñéndome por todo, con su andador bloqueando los pasillos.

Un día, una mujer entró en la tienda. Era alta y morena, grande. Vestía con unos vaqueros ajustados y una camiseta que brillaba a distancia. Estaba perfectamente maquillada y el olor que desprendía me embriagó. Su sonrisa era abierta y franca. Su voz suave. Pidió dos chocolatinas y un kilo de mandarinas.

 

Cuando salió por la puerta, fui detrás de ella. El dueño me gritaba desde lejos, pero yo no volví la vista atrás.

 

La seguí por las calles, ella se paraba en los escaparates y hablaba constantemente por teléfono.

 

Entró en una gran casa, que se encontraba escondida en la parte de atrás de unos grandes almacenes, rodeada de un jardín espectacular y que no había conseguido engullir la ciudad. La verja estaba abierta y entré sin llamar. El ruido de los coches desapareció, los pájaros cantaban y la pequeña cascada entre los árboles, hacia un efecto hipnotizador. 

 

Llamé a la puerta sin pensar y ahí comenzó mi historia…

 

Me recibieron con los brazos abiertos, era sangre nueva. Todo estaba hecho a mi medida, desde el mobiliario hasta la ropa. Las mujeres iban y venían, todas ajetreadas, todas ignorándome, excepto la “mamma”, como la llamaban. Me preguntó por mi edad y, tras saber que acababa de cumplir los 18, me acogió con los brazos abiertos. Me explicó con dulzura a lo que se dedicaban. Vi las habitaciones y, a escondidas, a los clientes. Observé como pagaban y como deseaban. Vi lujuria, pero también poder.

 

Viví con mi tía dos semanas más y me fui. Nunca le dije a lo que me dedicaría y ella no preguntó, ni pidió explicaciones. Mis padres tampoco. Esa independencia me dio alas, porque pensaba que el dolor no existía en sus corazones, que estaban bien sabiendo que yo también lo estaría, aunque en el fondo sabía que me equivocaba.

 

En varias semanas me instruyeron en el arte amatorio y de seducción. Me compraron ropa nueva y hice buenas amigas. Mis compañeras iban y venían. Yo dormía allí, con la “mamma”, que no me abandonaba nunca. Era también grande, pero la vejez la había arrugado como una pasita y cada día parecía más consumida. Sin embargo, no renunciaba a sus alhajas y ropas brillantes.

 

El primer día que estuve con un cliente, fue rápido, ni siquiera tuve que hablar, mi contoneo provocó el resto.

 

Los días posteriores me dedicaría a ir al gimnasio y a pasear por la ciudad. Me acompañaba siempre Tina, una compañera de confianza que evitaría que cometiera alguna locura, como marcharme si me arrepentía. Lo que ellas no sabía era que, entre ellas, me sentía tan especial que no me importaba lo que tuviera que hacer.

 

El sexo pronto llegó y se instaló. Yo era fría y controlaba bien la situación. Al cabo de un tiempo, confiaron en mí, lo suficiente para poder salir sola. Tiempo que aprovechaba para ir a ver a mi tía y llamar a mis padres. Era una mujer de éxito, ganaba mucho dinero y siempre iba elegante.

Pero no conseguía el amor. Siempre me faltaba. Cientos de hombres pasaron por mi vida, todos han durado menos de dos horas y algunos un poco más. Todos querían enredarse en mis brazos de nuevo, algunos sólo dormir. Yo los acogía y besaba, -eres la más hermosa- me decían. Y las más fría -pensaba yo-.

 

Los años pasaban y la sorpresa se convirtió en rutina. Comencé a dejar de ver la luz que me cegó en un principio. Ya no me parecían las compañeras tan glamorosas, en algunas el tiempo hacía estragos, y, quizás también la desgracia. Otras comenzaron una nueva vida, lejos de nosotras.

 

El día que terminó de cambiar mi vida, fue el que lo vi entrar por la puerta principal. Estaba más alto, pero, en lo principal no había cambiado. Seguía vistiendo con pajarita y tenía una gran melena negra peinada hacia atrás. Preguntó por mí, sin nombrarme, porque supo describir perfectamente lo que quería. Cuando bajé las escaleras de mármol para presentarme, la mamma me ofreció con orgullo. Decidí ponerme un vestido de noche azul cielo y dejar caer el pelo sobre mi cuerpo, cubriéndome los hombros. Él era Pedro, mi Pedro y me había buscado durante años. Ese día no nos acostamos, sólo charlamos. Le dejé acariciarme, con ternura, mientras su alma se desnudaba ante mí.

 
Nunca se casó, se había pasado cinco años como un zombi, persiguiendo a cualquier gorda pelirroja que veía por la ciudad.

 
Había conseguido ser un buen abogado, pero su mirada estaba triste. Yo era hermosa, pero mi mirada estaba vacía. Ambos nos llenamos, la luz se hizo de nuevo en mi corazón.

 
Tuvimos relaciones esporádicas. Él me prometió llevarme con él, casarnos y llevar una nueva vida en otra ciudad donde no nos conocieran.

 
Las compañeras estaban ilusionadas, pero a nuestro jefe no le gustó. La mamma, que hasta ahora yo creía ser mi responsable, me habló de él, de las cámaras instaladas en toda la casa; del control que ejercía sobre nosotras.

 
Sin embargo, me dio su bendición cuando decidí irme. Tuve que huir de noche, como una delincuente, y por la puerta de atrás. Mi rentabilidad era demasiado alta para que lo permitiera.

 

Pedro y yo nos instalamos en una buhardilla, que él pagaba con su trabajo en el bufete. Nuestras conversaciones eran efímeras, porque él sólo quería hacer el amor y disfrutar de lo que, durante años, no había podido tener. Yo lo dejaba hacer y, mientras tanto, le hablaba de mis sueños, de mis deseos.

 

Un frío día de finales de Diciembre, él no volvió. Yo lo esperé durante horas, con la cena hecha y un regalo muy especial.

 

Tras dos días de dolor insufrible, decidí denunciar su desaparición. La Policía buscó en los archivos y encontraron que alguien de sus características había sido ingresado en el hospital. No llegué a tiempo, había fallecido el 25 de Diciembre y no pude despedirme. Había tenido un accidente de coche cuando se dirigía al trabajo. Ya había sido enterrado por sus padres, en el panteón familiar del pueblo. Nunca les habló de mí, tampoco en el trabajo.

 

Anduve como un personaje de pesadilla, por las calles de la ciudad. La lluvia comenzó a arreciar pero a mí no me importaba. Veía como las familias se divertían en restaurantes y hogares; como compartían. Sólo había sido una fantasía para él y, nuestra vida, un sueño para mí. Ahora todo se había convertido en una pesadilla.

 

Dormí durante dos días. Cuando desperté, el olor de la casa era insoportable. La comida todavía seguía en la mesa y se había corrompido a causa de la calefacción.

 

Entonces lo decidí. Cogí la maleta, eché la ropa que iba a necesitar y el dinero que había ahorrado durante años.

 

Fui a ver a mi tía, la abracé y le deseé, con amor, lo mejor. Ella seguía ilusionada con su vida imaginaria y su trabajo en unos grandes almacenes.

 

Un 5 de Enero llegó el autobús al pueblo. Mis padres estaban allí para recibirme, espléndidos pero cansados. Me llenaron de besos y abrazos.

 

El 15 de Febrero ya tenía abierta mi tienda, a lo grande, como debía ser. Incluso fue el concejal de cultura a la presentación. Nunca habían visto tanto lujo ni belleza en tallas especiales. La ropa era tan hermosa, que muchas mujeres se dieron a las comidas grasientas para poder cambiar de talla.

 

Desde mi boutique tengo una panorámica de toda la plaza, y puedo ver a mi hija jugar con las otras niñas. Ella también es hermosa, y morena como el azabache.

 

A veces, cuando cierro el negocio, voy al cementerio y dejo flores en la tumba de mi amor. Le habló de nuestra pequeña y de la vida que podríamos haber tenido. Y también le perdono, una y cien veces, su silencio.

 

Como dicen mis padres, soy la mujer perfecta. Y no es para menos, mido 1.80 y peso 120 kilos. Soy grande, hermosa, decidida. No me importan lo que opinen de mí y soy feliz.

 

 

FIN

 
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