miércoles, 25 de junio de 2014

José Luis

                                                                          



                                                                      JOSÉ LUIS

José Luis era un chico de provincias, por así decirlo. Marchó muy pronto a la capital, anhelando algo que todavía no había encontrado. Tenía una gran mata de cabello rojizo y pecas por todo el cuerpo.

-Tienes dedos de pianista-le habían dicho muchas veces.

Y es verdad que durante un tiempo fue al conservatorio del pueblo, que posteriormente fue cerrado por falta de alumnos. Fue su pasión durante unos años, después estudió contabilidad, que tenía más salidas, según su madre. Así terminó en la Delegación de Hacienda del distrito de Chamartín. Llevaba unas gafas de pasta que no le hacían gracia, pero las lentillas no las aguantaba. Los ojos le lloraban y se le irritaban. Había, incluso, ido a un asesor personal, gastándose los ahorros de todo un año, pero sólo consiguió cambiar el corte de pelo y pasar de las camisas a cuadros a las camisetas estampadas.

Cuando se miraba al espejo, sabía que ese no era él. Su verdadero yo llegaba por la noche, cuando se despojaba de todo para convertirse en la bella Lola. Porque José Luis tenía dos vidas o cuatro, cinco, siete. Las que se le antojara.

José Luis por el día pegaba sellos, enviaba mails, hacía fotocopias. Por la noche era Lola, Matilde la tiesa, la Emperatriz Rusa, o cualquier personaje que él quisiera.

La música de los 80 y 90 era su preferida. En ella se inspiraban sus personajes, grandiosos, coloridos, a veces esperpénticos.

Le había costado poco más de un mes encontrar las discos o pub que pudieran aceptarle tal como es, donde podía bailar y cantar por unos pocos euros y algunos cócteles.

Aquel día de finales de Marzo, con atisbos de lo que supondría una primavera calurosa, se dirigió al “ Menuda Fiesta”, el último local que lo había contratado, entre el Hospital Provincial y la M30. Eran sólo las nueve, pero los oficinistas llegarían pronto, para tomar la copa de la última hora de la tarde.

Cuando llegó, el camarero nuevo le sirvió el primer cóctel, verde marina, así lo llamaba. Ron, ginebra y zumo de manzana. Se dirigió al improvisado camerino. En la parte de atrás, en la habitación dónde guardaban las cajas de cerveza y restos de sillas viejas, había puesto un espejo que encontró en el rastrillo. Estaba picado pero le servía. Un flexo hacía el resto. Sobre la mejor silla que encontró, colocó un pañuelo colorido. Así era su camerino, fabuloso en su mente, brillante y glamuroso, porque José Luis se había rodeado de un aura mágica que encendía todas las noches.

Ese día sería una reina. Para ello se vistió con el maillot dorado y falda voluminosa. La peluca blanca, el maquillaje de purpurina y los pendientes en cascada hicieron el resto. Por último, los zapatos de altura imposible de charol negro, pero que él dominaba a la perfección.

Se miró al espejo y se besó. Era fabulosa, fantástica. José Luis se quedó atrás, dejándola hacer. Ahora era ella, la fabulosa Emperatriz.

Eran las diez y el local ya estaba abarrotado. Las cortinas se abrieron y todos aplaudieron. El disco comenzó a sonar y ella a cantar. Movía la garganta y cantaba de verás, porque tenía buena voz, aunque nadie la escuchara de verdad. El disco original era más creíble.

Bailó con los hombres enchaquetados de miradas vidriosas, con las chicas desinhibidas, con los adolescentes que reían avergonzados. El encargado reía también, porque José Luis en verdad que era especial. Transmitía algo imposible de describir, una energía tan positiva y alegre que contagiaba a cualquiera que estuviera con él cuando no era él.

Porque cuando volvía a su otro yo, al de los días en la oficina y gafas de pasta, su mirada se volvía triste, soñadora quizás. En el fondo le gustaría ser ellas todo el tiempo. Quería sentir sus curvas también por la mañana. Maquillarse antes de tomar el primer café, ponerse faldas y contonearse. Pero por el momento, tenía que conformarse con hacerlo sólo por las noches.

Sin embargo, aquella noche sería especial. Aquella noche fue cuando las conoció. Eran ya más de las doce, su actuación había terminado y tomaba la última copa sentada en la barra. En el rincón derecho, tres mujeres hablaban. Eran algo escandalosas y estaban chisposas, como se decía por su pueblo.

La más alta, morena de pelo corto, de tez oscura, demasiado delgada para su gusto, se levantó como presa de un estallido de emoción y comenzó a bailar encima de la mesa, intentado mantener un mal equilibrio.

Emperatriz miró al camarero, que se encogió de hombros, estaba demasiado cansado para hacer nada. El encargado había salido y el local debía cerrar en unos minutos. El resto de clientes se fueron marchando. Pero aquellas mujeres parecían no querer hacerlo.

-Vienen por aquí algunas noches-le dijo Antoñito mientras reponía la cámara.-Beben, ríen, a veces se desmadran. A mí me parecen marujas desencantadas.

Emperatriz se sobresaltó con tal comentario, ¿cómo se atrevía a llamarlas así?. Y no porque el término “maruja” fuera despectivo, sino por el tonillo a sabelotodo machista que no soportaba.

-Pues a mí me parecen mujeres divirtiéndose, divinas. Se lo merecen igual que cualquier otra. ¿O sólo pueden divertirse los de veinte años?

Antoñito se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si su palabra, también de maruja, no valiera ni un céntimo.

Se dirigió entonces decidida hacía el disc jockey, que quería cerrar el chiringuito. No se lo permitió.

-Ponme “Lollipop”, por favor.

-Bueno, porque eres tú, sino…

La canción comenzó a sonar y Emperatriz se dirigió decidida hacia las tres mujeres.

-Bueno, chicas, ¿qué tal?¿os apetece el último baile?

La miraron estupefactas, como si no entendieran la pregunta. Ella se agachó a su altura, los tacones de charol la estaba matando pero no se iría de allí sin demostrarle algo al energúmeno de Antoñito.

-Escuchad, le dijo casi en susurro. Aquel de allí-y señaló la barra-supone que a partir de cierta edad somos unas carcas que no sabemos divertirnos. Chicas, sólo tenemos que darle una lección.

Las tres se miraron, no hablaron pero se entendieron. Enseguida se incorporaron.

-¿Por qué no?, vamos, demostremos de lo que somos capaces-era la más bajita, de ancha caderas y cara de muñequita de porcelana.

Emperatriz las llevó a la pista, saltando, contoneándose, sintiéndose grande y pequeña a su lado. Rieron, cantaron, se movieron como si tuvieran quince años. Quizás mañana necesitaran un fisio, pero esa noche serían el trío con más marcha de Madrid.

Antoñito no tuvo más remedio que reír. Saltó por encima de la barra y comenzó a moverse también, al ritmo de ellas. Terminaron con una segunda canción, después con una tercera. Así hasta que el encargado volvió y dio por concluido el día.

-Es la mejor noche que hemos pasado en mucho tiempo. Por cierto, me llamo Macarena-y le tendió la mano a aquella hermosa criatura de piel pecosa y sonrisa pícara.

-Estas son mis amigas, Marion y Mercedes-las dos la saludaron con sonoros besos en las mejillas.

-Eres estupenda, ¿sabes?. Venimos mucho al pub y no te habíamos visto por aquí.

Emperatriz se dejó caer en el sillón más cercano y se quitó los zapatos.

-Eso es porque acabo de empezar. ¡Dios bendito!, los pies me matan.

Las tres rieron, sin atreverse a marcharse, llevadas por la energía que rodeaba a aquella persona y que las tenía hipnotizadas.

Se sentaron al lado de ella.

-Ya son las dos y media, creo que debería irme-dijo Marion.

Mercedes ladeó la boca intentando emitir sonido pero no lo consiguió.

-No seas aburrida, mujer…todo puede esperar—dijo al fin.

Marion se volvió  a sentar. Era verdad que su marido la estaría esperando, pero podía esperar un poco más.

-Estoy harta del trabajo, de las responsabilidades, de los hombres…

Las cuatro se miraron y rieron a carcajadas.

-Bueno, ¡ojalá tuviera un hombre para mí!-añadió Emperatriz suspirando.

-Pues me extraña, con ese cuerpazo y esa mente...

Sí, eso no lo negaba, cuando era ella tenía un cuerpazo, cuando era él sólo era un ser anodino. Se dirigió al camerino resoplando, pero no de cansancio, sino de diva satisfecha que había hecho bien su trabajo. La limpiadora había llegado y ya se encontraba apartando las mesas y sillas para fregar. Ellas siguieron a Emperatriz, que ni se inmutó. De hecho, le agradaba tener compañía a esas horas.

-¡Menuda pocilga te han dado chica!-exclamó Macarena.

Ella se sentó en su silla rosa y comenzó a deshacer lo que tanto trabajo le había costado.

-Pues es lo que hay, por lo menos aquí tengo esto, en otros tengo que utilizar el lavabo.

Marion bajó una de las sillas apiladas y se sentó. Ese día no era demasiado bueno para ella, las cicatrices de la operación le tiraban demasiado.

Mientras José Luis aparecía debajo del maquillaje, ellas lo contemplaban fumando un cigarrillo. Él se dejaba admirar y se recreaba con ello. Observó a las dos mujeres, tan diferentes, a través del espejo.

-Y vosotras, ¿no tenéis prisa como la otra?-y señaló a  Marion.

Macarena se dirigió a ella, ni siquiera se había percatado de que se encontraba mal.

-Te podría dar algo, siempre llevo, pero después de beber no me atrevo, si quieres podemos ir a tomar una infusión o algo así. Se agachó para poder verle mejor los ojos..¿te encuentras muy mal?

Marion asintió.

-Pues no se hable más, tomaremos algo en la primera cafetería que encontremos abierta.

-Pues no sé donde puede haber una, a estas horas.

Ya estaba, Mercedes la escéptica.

José Luis, vestido con su camisa y vaqueros viejos se colocó las gafas de pasta.

-Yo sé de una que está las 24 h, si me dejáis ir con vosotras-su mirada había cambiado.-No quiero volver tan pronto a casa.

Y terminaron las cuatro en Gran Vía, tomando un café con azucarillos y canela, mientras se confiaban sus respectivas historias. Porque a partir de entonces José Luis no sería él, para ellas sería siempre Emperatriz, grandiosa, alegre y divina.

Las farolas habían comenzado a apagarse cuando se despidieron prometiéndose contar con ella en alguna que otra salida. A partir de entonces, José Luis sueña con una realidad que algún día hará
posible. Aquellas mujeres, con sus alegrías y desdichas, con su amistad a pesar de las diferencias, le habían enseñado que podría conseguirlo.

-Pues las operaciones de cambio de sexo son cada vez más frecuentes-le había dicho Macarena.

Cuando a las nueve apareció por la oficina, su sonrisa evidenciaba que el cambio que tanto había deseado, estaba a la vuelta de la esquina. No había conocido a aquellas mujeres por casualidad, si se encontró con ellas en aquel preciso momento, tenía que tener algún sentido. Ya no estaba solo, ahora tenía a amigas con quien hablar siendo ella misma.

Miró el reloj, aun no era hora de desayunar, las fotocopias le esperaban en la mesa perfectamente ordenada, donde tan sólo se había limitado a poner una foto de su abuela. Observó por la ventana, como las tiendas levantaban los cerrojos y la calle era invadida por el bullicio de siempre, e imaginó que estarían haciendo en ese momento sus nuevas compañeras.

Ellas, a algunos kilómetros, también pensaban en su nueva amiga. Mercedes discutía con el tráfico mientras llevaba a sus hijos al colegio; Macarena dormía, no tenía guardia hasta la noche y Marion, pobre Marion, lloraba tendida en la cama por un dolor que no terminaba de irse. Se durmió como una niña, con las mejillas mojadas y suspirando, mientras Carlos la observaba en silencio.
José Luis - (c) - Elisa María Campos Aguilar

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