viernes, 5 de diciembre de 2014

QUIERO SER PERRO




Se escabullen entre los cubos de basura, andan ágiles entre la gente, que pasea tratando de evitarlos. Ellos los miran desconfiados, pero siguen su camino. Olfatean cualquier rastro de posible comida. Son educados y no ladran cuando vienen al pueblo, saben que eso alertaría. Son grandes y pequeños, unos negros como el carbón, otros blancos como el algodón o moteados como un tigre. De color miel, con parche de pirata o sin cola. Son perros, son una manada, una familia y son libres.
Y así es como los vi la primera vez, de la mano de mi padre, que me había comprado una manzana de caramelo. Mi instinto me dijo que debía seguirlos, que tenía que conocer. No era curiosidad científica, era algo más. Una atracción sin precedentes que tiraba de mí. Quería marchar con ellos,
correr y rozarnos los hocicos, mientras abríamos los cubos de basura y compartíamos deshechos de comida. Anhelaba dormir acurrucada con ellos, sentir el calor de su piel, la respiración entrecortada. Sus patas moviéndose al ritmo de alguna pesadilla; algunos corrían, otros sonreían y el resto, simplemente, suspiraba. No había duda, tenían alma. Con cinco años, ya lo sabía. Pero mi padre tiró de mí en cuanto los vio, tratando de apartarme a su paso.

—No se sabe lo que pueden contagiar —dijo una mujer que, cesta en mano, ofrecía peladillas envuelta en una túnica, con las uñas más negras que había visto nunca.

—Eso es, es que deberían hacer algo —murmuró mi padre.

Desde entonces, ya supe lo que quería ser de mayor. Costumbre muy arraigada entre las familias, preguntar a niños que no levantaban un palmo del suelo:

—¡Que ricura! ¿y que quieres ser tú de mayor?

Mi hermana profesora, ya lo tenía definido. Aunque creo que esa afirmación se la dio mi madre, que veía con claridad que sólo dos trabajos podía tener una mujer, profesora o ama de casa. Y así lo comentaba habitualmente en la puerta del colegio, en la tienda de ultramarinos, en la pescadería o tomando café por las tardes con sus amigas. Por eso, a mi hermana no se le ocurrió otra cosa que decir, que lo que llevaba aprendido desde que tenía el poder de oír.

En cambio yo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras mi mente divagaba por mundos que serían imposibles de llegar a ver, respondía:

—Perro, quiero ser perro.

Esto provocaba carcajadas entre mis tíos y un azoramiento entre mis padres, que se miraban entre sí. Después, en casa, me echaban diversas charlas de porqué no podía ser un animal, de que debía ejercer una profesión. Que en un futuro tendría un perro y así me aliviaría esa ansia, pero que ahora, no debía decir esas cosas o me tacharían de loca y me tendrían que llevar al médico, donde me encerrarían por desquiciada.
¿Y que tenía de malo ser perro?, ¿no me decían, acaso, que poder ser cualquier cosa? Esto provocó en mí una gran confusión. Ellos, en su insistencia para que olvidara el asunto, decidieron que podía ser veterinaria.

—Así podrás estar con los animales y curarlos. ¿Qué te parece?, pero no puedes ser uno de ellos.

Y así quedó zanjado el asunto. Desde entonces, me ocupé de no expresar mi verdaderos sentimientos a mi familia, con la que cada día me sentía menos identificada. Mi comportamiento era ejemplar. En el colegio sacaba buenas notas, obedecía en todo, por lo menos en apariencia. Porque cuando llegaba la tarde y podía salir a jugar, durante dos horas, al campo cercano, lo dedicaba a buscar perros vagabundos. Era tal la necesidad que sentía de ellos, que me alejaba kilómetros sin saberlo y después me costaba la misma vida volver, siempre guiada por las luces de mi casa, que mi padre encendía bastante pronto, en aquel paraje desierto aún sin habitar. 

Vivíamos en un bloque de pisos, a las afueras de un pueblo pequeño, rodeados de campo salvaje y más allá, el cementerio. Mi madre se jactaba de que ellos fueron los primeros en habitarlo, que todos lo anhelaban; porque hasta ese momento, sólo había casas con patios enormes que había que arreglar, encalar, etc. Y el piso, aunque fuera pequeño y con habitaciones imposibles, representaba la modernidad y, sobretodo, el poco trabajo de mantenimiento.

—Mira —decía mi madre en el supermercado— son las once y media, y ya me veis, todo hecho. Si es que se barre en un periquete. Vamos, que hemos acertado con venir aquí.

Y lo decía tan convencida, cosa que ahora se reprocha, mientras las demás, monedero colocado adecuadamente debajo de la axila, asentían. Ellas se tenían que encargar de casas llenas de humedades, repasar los tejados y limpiar los sótanos repletos, a veces, de seres diminutos indeseados. Era todo un cometido y mi madre lo sabía, por eso se regodeaba.

Cuanto echa de menos ahora esos patios de azulejos sevillanos, adornados de geranios y cintas, esparragueras y costillas de adán, sobretodo en primavera y verano, cuando se podía sentar a tomar un café, mientras observaba como los pajarillos robaban las ramas secas.

Pero en aquellos años 70, todo era diferente. Estábamos a un paso de la modernidad, que no era sino lo que veíamos en la televisión. Y eso significaba alejarse todo lo que se pudiera del concepto de pueblo.

Pero me he desviado del asunto. En mi caso era el deseo de ser perro. No quería ser veterinaria, no quería ver sangre, ni curar. Quería estar con ellos, simplemente, como uno más.

Era una época donde los perros vivían en libertad, en manadas que recorrían los campos por la noche, cazando algún que otro conejo, o rebuscando entre la basura. Yo los seguía, observándolos con detenimiento. Ellos pendientes también de mí, expectantes y desconfiados. Aquellos minutos de visión me llevaban a otro espacio, tan diferente en el que vivía, hasta el punto de hacerme olvidar que era humana.

Un sábado, aburrido donde los haya, mi madre, después de haberme puesto el mejor vestido que tenía, me prohibió ir al campo. Debía estar impoluta . Eran días de gala, de salir por la calle principal, saludar a tus vecinos y sentarte en el único bar del pueblo con tu familia, a mirar como los demás hacían lo mismo. Eran días, donde las mujeres se ponían el collar de perlas y se hacían la permanente.
A mí, sin embargo, la ropa me picaba y los cuellos me apretaban. Con el ceño fruncido, aceptaba a regañadientes.

—Siéntate en la puerta pero no te vayas, que nosotros bajamos enseguida.

Y así debía permanecer, hasta que vi pasar uno de los míos. Su mirada denostaba miedo y me conmovió. Su color, canela. Las orejas largas, el cuerpo pequeño y algo regordete. 

—Este no es como los demás —pensé.

Lo perseguí dos calles y me adentré entre los matorrales hasta que lo pude coger. Le coloqué una cuerda al cuello y lo subí a casa. El animalito no dejaba de mirarme con susto, yo a él con
expectación. Iba a tener un compañero. Lo cuidaría, mimaría. Iría a recogerme a la salida de clase y correríamos juntos entre las margaritas, como Mellissa Gilbert en “La casa de la pradera”.
Pero en cuanto mi madre me vio por la mirilla, soltó una exclamación de horror, incitándome a dejar al animal en la calle.

—No sabe bajar las escaleras, mamá —le dije, aunque fuera absurdo. Yo tenía sólo seis años.

Pero chillidos se intercalaban con más alaridos y la puerta no se abrió. Lo tuve que soltar, con todo mi dolor, y dejar que se marchara, de nuevo asustado, con el rabito entre las patas. Ahora entiendo que era un animal abandonado, dócil y noble. Sin embargo, en aquel momento, no tuve miedo de que le pudiera pasar algo. Porque antes, los animales tenían una oportunidad. No se les perseguía y encerraba. No estaba bien definido el papel de la perrera, que sólo actuaba si algún vecino se quejaba de que le hubieran robado una gallina o roto el alambrado. Por lo demás, su salvajismo era casi tan enigmático como el de los lobos.


Ni que decir que aquel día no salimos y mi madre, frustrada por mi conducta, se dedicó a desinfectarme, rascándome tanto la piel con un estropajo , que estuve colorada una semana.
Y es que ella pensaba que cualquier animal podía transmitir una infección. De hecho, por animal englobo mamíferos, aves, insectos y demás. Pues difícil lo tenía si vivía en un pueblo donde las vacas pastaban alegremente al lado de casa. 

Los animales, las plantas que crecían sin control, todo era para mí más natural que las aceras o calles pavimentadas. De pequeñas, incluso, jugábamos a pasar entre las nubes de mosquitos que se formaban en la parte de atrás del bar. Era densa y zumbaba. No teníamos miedo, nunca pensamos que nos podrían picar. Formaban parte de la naturaleza, como los perros o los cardos borriqueros que se te clavaban en las piernas en verano.

Con el tiempo, resignada a no tener animales grandes, intenté tener algunos más pequeños. Y así, en una caja de zapatos, fui metiendo mariquitas, hormigas, grillos, etc. Les echaba de comer hojas de los árboles y restos de pan. La coloqué debajo de mi cama y cuando me iba al colegio, la dejaba detrás de una piedra, en la calle. No quería que mi madre la encontrara.
Pero lo hizo. El verano aún no había llegado, pero esa noche de Mayo hacía más calor que cualquier día de Agosto. El sueño se hacía imposible de tener y los cuerpos permanecían tendidos esperando que alguna brisa de aire entrara por la ventana. Mientras se abatían sobre ellos improvisados abanicos hechos de periódicos y dormíamos en ropa interior, un sonido parecido a un desgarro la alertó. 

—¡Cucarachas, cucarachas! —exclamaba con escobón en mano. 

Nos hizo levantarnos y buscar debajo de las sábanas, dentro de los armarios, en la despensa. Iba dando golpes en los quicios, esperando que los insectos salieran a su encuentro. Así, que antes de que terminaran debajo de las cerdas largas y cortantes, decidí tirar la caja por la ventana. Ésta se abrió y los insectos salieron volando unos, otros dando vueltas sobre sí mismos. Yo esperaba que el golpe no fuera demasiado para ellos. Pensaba que si no pesaban, no se espachurrarían contra el suelo, sino que se deslizarían sobre el él, como los aviones de papel.

—¿Qué haces? —mi madre me había descubierto —no te quedes como una pasmarota mirando por la ventana y ayúdame a buscar.

Amanecimos todos en el salón, exhaustos; toda la casa revuelta.

—Bueno —sentenció mi padre— seguro que se habrá ido. Vamos a dormir un poco.

Pero yo ya no pude, me habían quitado la única porción de naturaleza animal que había conseguido tener.
Pasaron los años y las vicisitudes se sucedieron unas con otras. Nunca olvidé mi esencia, que estaba ahí, de forma permanente, acechándome en cuanto veía un animal, que cada vez se hacía más difícil. En mi mente entraron los chicos, las salidas nocturnas y los anhelos de un futuro que deseábamos cambiar.
Las manadas desaparecieron de las calles, que se tornaron impolutas, con sus papeleras de bronce y cubos de basura de plástico, imposibles de volcar. Las normativas, estrictas hasta la saciedad, comenzaron a prohibir todo aquello que no fuera humano. Se prohibió que los perros anduvieran sueltos, que no llevaran collar, que ladraran mucho; que alguien tuviera demasiados canarios o pájaros, que podían enturbiar con su canto a los vecinos; que los gatos anduvieran por los tejados sin control. En fin, se les prohibió la libertad.
Eran de alguien, o no eran de nadie, en cuyo caso, serían arrestados, enjaulados y asesinados. Y esa detonante es la que ha seguido hasta hoy en día. 

Mientras veo las luces emerger en la ciudad, tomándome un té después de un largo día de trabajo en la oficina, dos perros y un gato, que ronronea sin césar, me acompañan. Dormimos juntos, mi marido
 también, por supuesto, que lo ha tenido que aceptar porque forman parte de mí. Los acaricio y siento sus respiraciones. Sus patitas se mueven al ritmo de algún sueño lejano y yo los acompaño. Corremos por un campo lleno de jaramagos y margaritas, bajo un cálido sol de primavera en un pueblo del sur, olisqueando las piedras y bebiendo agua del rio. Somos perros, somos una manada, una familia, y somos libres.

FIN





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