Se
escabullen entre los cubos de basura, andan ágiles entre la gente, que pasea
tratando de evitarlos. Ellos los miran desconfiados, pero siguen su camino.
Olfatean cualquier rastro de posible comida. Son educados y no ladran cuando
vienen al pueblo, saben que eso alertaría. Son grandes y pequeños, unos negros
como el carbón, otros blancos como el algodón o moteados como un tigre. De
color miel, con parche de pirata o sin cola. Son perros, son una manada, una
familia y son libres.
Y así
es como los vi la primera vez, de la mano de mi padre, que me había comprado
una manzana de caramelo. Mi instinto me dijo que debía seguirlos, que tenía que
conocer. No era curiosidad científica, era algo más. Una atracción sin
precedentes que tiraba de mí. Quería marchar con ellos,
correr y rozarnos los
hocicos, mientras abríamos los cubos de basura y compartíamos deshechos de
comida. Anhelaba dormir acurrucada con ellos, sentir el calor de su piel, la
respiración entrecortada. Sus patas moviéndose al ritmo de alguna pesadilla; algunos
corrían, otros sonreían y el resto, simplemente, suspiraba. No había duda,
tenían alma. Con cinco años, ya lo sabía. Pero mi padre tiró de mí en cuanto
los vio, tratando de apartarme a su paso.
—No se
sabe lo que pueden contagiar —dijo una mujer que, cesta en mano, ofrecía
peladillas envuelta en una túnica, con las uñas más negras que había visto
nunca.
—Eso
es, es que deberían hacer algo —murmuró mi padre.
Desde
entonces, ya supe lo que quería ser de mayor. Costumbre muy arraigada entre las
familias, preguntar a niños que no levantaban un palmo del suelo:
—¡Que
ricura! ¿y que quieres ser tú de mayor?
Mi
hermana profesora, ya lo tenía definido. Aunque creo que esa afirmación se la
dio mi madre, que veía con claridad que sólo dos trabajos podía tener una mujer,
profesora o ama de casa. Y así lo comentaba habitualmente en la puerta del
colegio, en la tienda de ultramarinos, en la pescadería o tomando café por las
tardes con sus amigas. Por eso, a mi hermana no se le ocurrió otra cosa que
decir, que lo que llevaba aprendido desde que tenía el poder de oír.
En
cambio yo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras mi mente divagaba por
mundos que serían imposibles de llegar a ver, respondía:
—Perro,
quiero ser perro.
Esto
provocaba carcajadas entre mis tíos y un azoramiento entre mis padres, que se
miraban entre sí. Después, en casa, me echaban diversas charlas de porqué no
podía ser un animal, de que debía ejercer una profesión. Que en un futuro tendría
un perro y así me aliviaría esa ansia, pero que ahora, no debía decir esas
cosas o me tacharían de loca y me tendrían que llevar al médico, donde me
encerrarían por desquiciada.
¿Y que
tenía de malo ser perro?, ¿no me decían, acaso, que poder ser cualquier cosa?
Esto provocó en mí una gran confusión. Ellos, en su insistencia para que
olvidara el asunto, decidieron que podía ser veterinaria.
—Así
podrás estar con los animales y curarlos. ¿Qué te parece?, pero no puedes ser
uno de ellos.
Y así
quedó zanjado el asunto. Desde entonces, me ocupé de no expresar mi verdaderos
sentimientos a mi familia, con la que cada día me sentía menos identificada. Mi
comportamiento era ejemplar. En el colegio sacaba buenas notas, obedecía en
todo, por lo menos en apariencia. Porque cuando llegaba la tarde y podía salir
a jugar, durante dos horas, al campo cercano, lo dedicaba a buscar perros vagabundos.
Era tal la necesidad que sentía de ellos, que me alejaba kilómetros sin saberlo
y después me costaba la misma vida volver, siempre guiada por las luces de mi
casa, que mi padre encendía bastante pronto, en aquel paraje desierto aún sin
habitar.
Vivíamos
en un bloque de pisos, a las afueras de un pueblo pequeño, rodeados de campo
salvaje y más allá, el cementerio. Mi madre se jactaba de que ellos fueron los
primeros en habitarlo, que todos lo anhelaban; porque hasta ese momento, sólo
había casas con patios enormes que había que arreglar, encalar, etc. Y el piso,
aunque fuera pequeño y con habitaciones imposibles, representaba la modernidad
y, sobretodo, el poco trabajo de mantenimiento.
—Mira
—decía mi madre en el supermercado— son las once y media, y ya me veis, todo
hecho. Si es que se barre en un periquete. Vamos, que hemos acertado con venir
aquí.
Y lo
decía tan convencida, cosa que ahora se reprocha, mientras las demás, monedero
colocado adecuadamente debajo de la axila, asentían. Ellas se tenían que encargar
de casas llenas de humedades, repasar los tejados y limpiar los sótanos
repletos, a veces, de seres diminutos indeseados. Era todo un cometido y mi
madre lo sabía, por eso se regodeaba.
Cuanto
echa de menos ahora esos patios de azulejos sevillanos, adornados de geranios y
cintas, esparragueras y costillas de adán, sobretodo en primavera y verano,
cuando se podía sentar a tomar un café, mientras observaba como los pajarillos
robaban las ramas secas.
Pero en
aquellos años 70, todo era diferente. Estábamos a un paso de la modernidad, que
no era sino lo que veíamos en la televisión. Y eso significaba alejarse todo lo
que se pudiera del concepto de pueblo.
Pero me
he desviado del asunto. En mi caso era el deseo de ser perro. No quería ser
veterinaria, no quería ver sangre, ni curar. Quería estar con ellos,
simplemente, como uno más.
Era una
época donde los perros vivían en libertad, en manadas que recorrían los campos
por la noche, cazando algún que otro conejo, o rebuscando entre la basura. Yo
los seguía, observándolos con detenimiento. Ellos pendientes también de mí,
expectantes y desconfiados. Aquellos minutos de visión me llevaban a otro
espacio, tan diferente en el que vivía, hasta el punto de hacerme olvidar que
era humana.
Un
sábado, aburrido donde los haya, mi madre, después de haberme puesto el mejor
vestido que tenía, me prohibió ir al campo. Debía estar impoluta . Eran días de
gala, de salir por la calle principal, saludar a tus vecinos y sentarte en el
único bar del pueblo con tu familia, a mirar como los demás hacían lo mismo.
Eran días, donde las mujeres se ponían el collar de perlas y se hacían la
permanente.
A mí,
sin embargo, la ropa me picaba y los cuellos me apretaban. Con el ceño fruncido,
aceptaba a regañadientes.
—Siéntate
en la puerta pero no te vayas, que nosotros bajamos enseguida.
Y así
debía permanecer, hasta que vi pasar uno de los míos. Su mirada denostaba miedo
y me conmovió. Su color, canela. Las orejas largas, el cuerpo pequeño y algo
regordete.
—Este
no es como los demás —pensé.
Lo
perseguí dos calles y me adentré entre los matorrales hasta que lo pude coger.
Le coloqué una cuerda al cuello y lo subí a casa. El animalito no dejaba de
mirarme con susto, yo a él con
expectación. Iba a tener un compañero. Lo cuidaría, mimaría. Iría a recogerme a la salida de clase y correríamos juntos entre las margaritas, como Mellissa Gilbert en “La casa de la pradera”.
expectación. Iba a tener un compañero. Lo cuidaría, mimaría. Iría a recogerme a la salida de clase y correríamos juntos entre las margaritas, como Mellissa Gilbert en “La casa de la pradera”.
Pero en
cuanto mi madre me vio por la mirilla, soltó una exclamación de horror,
incitándome a dejar al animal en la calle.
—No sabe
bajar las escaleras, mamá —le dije, aunque fuera absurdo. Yo tenía sólo seis
años.
Pero
chillidos se intercalaban con más alaridos y la puerta no se abrió. Lo tuve que
soltar, con todo mi dolor, y dejar que se marchara, de nuevo asustado, con el
rabito entre las patas. Ahora entiendo que era un animal abandonado, dócil y
noble. Sin embargo, en aquel momento, no tuve miedo de que le pudiera pasar
algo. Porque antes, los animales tenían una oportunidad. No se
les perseguía y encerraba. No estaba bien definido el papel de la perrera, que
sólo actuaba si algún vecino se quejaba de que le hubieran robado una gallina o
roto el alambrado. Por lo demás, su salvajismo era casi tan enigmático como el
de los lobos.
Ni que
decir que aquel día no salimos y mi madre, frustrada por mi conducta, se dedicó
a desinfectarme, rascándome tanto la piel con un estropajo , que estuve
colorada una semana.
Y es
que ella pensaba que cualquier animal podía transmitir una infección. De hecho,
por animal englobo mamíferos, aves, insectos y demás. Pues difícil lo tenía si
vivía en un pueblo donde las vacas pastaban alegremente al lado de casa.
Los
animales, las plantas que crecían sin control, todo era para mí más natural que
las aceras o calles pavimentadas. De pequeñas, incluso, jugábamos a pasar entre
las nubes de mosquitos que se formaban en la parte de atrás del bar. Era densa
y zumbaba. No teníamos miedo, nunca pensamos que nos podrían picar. Formaban
parte de la naturaleza, como los perros o los cardos borriqueros que se te
clavaban en las piernas en verano.
Con el
tiempo, resignada a no tener animales grandes, intenté tener algunos más
pequeños. Y así, en una caja de zapatos, fui metiendo mariquitas, hormigas,
grillos, etc. Les echaba de comer hojas de los árboles y restos de pan. La
coloqué debajo de mi cama y cuando me iba al colegio, la dejaba detrás de una
piedra, en la calle. No quería que mi madre la encontrara.
Pero lo
hizo. El verano aún no había llegado, pero esa noche de Mayo hacía más calor
que cualquier día de Agosto. El sueño se hacía imposible de tener y los cuerpos
permanecían tendidos esperando que alguna brisa de aire entrara por la ventana.
Mientras se abatían sobre ellos improvisados abanicos hechos de periódicos y
dormíamos en ropa interior, un sonido parecido a un desgarro la alertó.
—¡Cucarachas,
cucarachas! —exclamaba con escobón en mano.
Nos
hizo levantarnos y buscar debajo de las sábanas, dentro de los armarios, en la
despensa. Iba dando golpes en los quicios, esperando que los insectos salieran
a su encuentro. Así, que antes de que terminaran debajo de las cerdas largas y
cortantes, decidí tirar la caja por la ventana. Ésta se abrió y los insectos salieron
volando unos, otros dando vueltas sobre sí mismos. Yo esperaba que el golpe no
fuera demasiado para ellos. Pensaba que si no pesaban, no se espachurrarían
contra el suelo, sino que se deslizarían sobre el él, como los aviones de
papel.
—¿Qué
haces? —mi madre me había descubierto —no te quedes como una pasmarota mirando
por la ventana y ayúdame a buscar.
Amanecimos
todos en el salón, exhaustos; toda la casa revuelta.
—Bueno
—sentenció mi padre— seguro que se habrá ido. Vamos a dormir un poco.
Pero yo
ya no pude, me habían quitado la única porción de naturaleza animal que había
conseguido tener.
Pasaron
los años y las vicisitudes se sucedieron unas con otras. Nunca olvidé mi
esencia, que estaba ahí, de forma permanente, acechándome en cuanto veía un
animal, que cada vez se hacía más difícil. En mi mente entraron los chicos, las
salidas nocturnas y los anhelos de un futuro que deseábamos cambiar.
Las
manadas desaparecieron de las calles, que se tornaron impolutas, con sus
papeleras de bronce y cubos de basura de plástico, imposibles de volcar. Las
normativas, estrictas hasta la saciedad, comenzaron a prohibir todo aquello que
no fuera humano. Se prohibió que los perros anduvieran sueltos, que no llevaran
collar, que ladraran mucho; que alguien tuviera demasiados canarios o pájaros,
que podían enturbiar con su canto a los vecinos; que los gatos anduvieran por
los tejados sin control. En fin, se les prohibió la libertad.
Eran de
alguien, o no eran de nadie, en cuyo caso, serían arrestados, enjaulados y
asesinados. Y esa detonante es la que ha seguido hasta hoy en día.
Mientras
veo las luces emerger en la ciudad, tomándome un té después de un largo día de
trabajo en la oficina, dos perros y un gato, que ronronea sin césar, me
acompañan. Dormimos juntos, mi marido
también, por supuesto, que lo ha tenido que aceptar porque forman parte de mí. Los acaricio y siento sus respiraciones. Sus patitas se mueven al ritmo de algún sueño lejano y yo los acompaño. Corremos por un campo lleno de jaramagos y margaritas, bajo un cálido sol de primavera en un pueblo del sur, olisqueando las piedras y bebiendo agua del rio. Somos perros, somos una manada, una familia, y somos libres.
también, por supuesto, que lo ha tenido que aceptar porque forman parte de mí. Los acaricio y siento sus respiraciones. Sus patitas se mueven al ritmo de algún sueño lejano y yo los acompaño. Corremos por un campo lleno de jaramagos y margaritas, bajo un cálido sol de primavera en un pueblo del sur, olisqueando las piedras y bebiendo agua del rio. Somos perros, somos una manada, una familia, y somos libres.
FIN
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